Pocas obras han generado tanta adhesión a lo largo de la historia más reciente: adaptación al cine, serie, musical de éxito y, por último, adaptación del musical al cine. Vamos, el no va a más de las adaptaciones: adaptación de una adaptación!… En fin, volveremos más adelante a las posibles razones para semejante fenómeno.
Los Miserables no es la primera película sobre un musical: desde My Fair Lady hasta Chiago, muchos han intentado reproducir éxitos de Broadway en la gran pantalla: si funciona en el teatro, ¿por qué no va a funcionar en el cine? Pero resulta que no es tan fácil. Quizá porque la disposición de quien va al cine no es la misma que la de quien va al teatro. Y los medios difieren un poco.
¿Qué gusta en un musical? ¿La historia? ¿La música? ¿Las coreografías? Una mezcla de todo, me parece. En el caso que nos ocupa, del musical de Los miserables me encantó, en riguroso orden de preferencia: los cantantes, la música, los escenarios, la historia. Pienso que aquí está “la trampa”, y la razón por la que trasladar un musical a la gran pantalla no siempre es coser y cantar. Trataré de explicarme.
Cuando vi la película, la de Liam Neeson y Uma Thurman (de la serie no hablaré, aunque desde luego merece la pena ser vista: ese Gerard Depardie como Jan Valjean es irrepetible) me impresionó por encima de todo la historia narrada. Es una buena película en el resto de aspectos, pero lo que más engancha es, con diferencia, la historia.
¿Qué cambia el musical? Que la belleza de la historia no la transmite sólo el guión: también la música nos habla de la redención del hombre. Pocas escenas me han transmitido con tanta intensidad la belleza de un alma yendo al encuentro de su creador como el trío final Fantine-Valjean-Obispo. La música añade belleza a flor de piel a aquello que se narra.
He hablado de todo esto porque me parece importante resaltar el verdadero logro de esta película, y sus principales dificultades. Hay quien ve en los numerosos primeros planos un defecto, como si al alejarse del estilo teatral la película perdiera algo… Cuando es precisamente uno de los elementos que nos puede dar el paso a la gran pantalla. La toma de 3 minutos en primer plano de Anne Hathaway conforman una arriesgadísima versión del “I dreamed a dream”. Diferente del original, pero en mi opinión aún más espectacular (atentos al Oscar por cierto).
No cabe duda de que el reparto es uno de los grandes aciertos de la película. Aunque muchos actores de Hollywood provengan del teatro y del musical, no deja de sorprendernos verles volver a sus orígenes, descubriendo unas voces insospechadas. Jackman y Hathaway se llevan la palma, pero están muy bien acompañados. Hay que decir que la grabación del sonido en directo pierde en calidad de voz (es inevitable comparar con las voces del teatro) pero es más real y da mucho más juego a la interpretación. Como el mismo Jackman explica en una entrevista da pie a que el actor gestione los tiempos, juegue con las respiraciones y sea más consciente de lo que está diciendo y eso se refleja enormemente.
En la línea de lo que hemos dicho antes, se puede acusar a la película de no ahondar en planos y coreografías más espectaculares: ¿no son aspectos importantes del musical de teatro? ¿Por qué no aprovechar las posibilidades del cine? Bien, es una opción… Pero lo dicho: también es una virtud explotable del cine
la posibilidad de aproximarse más al personaje, de sentir más de cerca (a un palmo) su desesperación, su ira, su duda, su dolor. Es por lo que se opta en esta versión, y me parece muy bien.
Y pasando a la historia… ¿Qué tiene que tanto engancha? ¿Por qué emociona tanto esta obra, que habla de hechos y circunstancias sociales de hace dos siglos? Porque más allá de contextos y matices, va al fondo del corazón humano. Es una película que habla del hombre y que toca con fuerza y acierto las dinámicas que lo mueven. Cualquier persona que en algún momento de su vida haya sentido la culpa o la desesperación sabrá dar respuesta a esa pregunta.
El suceso más determinante en la vida de Jan Valjean es, sin duda, su encuentro con el obispo (el actor que hizo de Valjean por primera vez hace 26 años). Los famosos candelabros de plata con los que un buen hombre compra su alma para Dios. Esos candelabros nos hablan de la posibilidad de volver a empezar. Que no todo en esta vida responde a la ley del karma (uno recibe exactamente lo que da): hay Otro que irrumpe en la historia personal de cada uno y da la oportunidad de redimirse. La gracia rompe con el karma.
Es importante tomar consciencia de la gratuidad del gesto del Obispo. Porque la trampa de toda película es que desde el principio establecemos una empatía con el personaje principal, y cualquier gesto bueno hacia él lo vemos como justo. Pero pongámonos en la piel del Obispo: un exconvicto que llega a mi casa, al que no conozco, y que a todas luces parece presa del odio… ¿Qué impulso del corazón le lleva a acogerle y, tras traicionar ese gesto, volver a mirarle con afecto? Eso es lo que se preguntará para siempre Jan Valjean, pues es lo que (en palabras suyas) “le rescató del odio”. Y es lo que le permitirá tomar las decisiones importantes después. Especialmente la de declarar su identidad para salvar al pobre desgraciado al que confunden con él. Grave decisión y difícil, porque desde el punto de vista “utilitarista”, dejar que asuma la culpa el otro parece lo más beneficioso para todos. Ahí es donde él recuerda cómo fue mirado por el Obispo, y toma conciencia de quién es realmente «who am I?»… y quién es el otro. Reproduce la mirada del Obispo hacia él en el convicto, y decide salvarlo. Porque ya no puede ni quiere vivir de otra forma. De ahí que después de haber compartido con Valjean las idas y venidas de su vida vivamos como propia la última escena del musical: Fantine viene en nombre de Dios a buscar a Valjean que ruega y ruega ser perdonado y admitido en el eterno descanso.
En contraposición a la historia de Valjean, la del inspector Jabert. Sucede con este personaje lo mismo que con los fariseos cuando leemos el Evangelio: son odiados tan intensamente que rechazamos cualquier similitud con ellos. Es el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo, pero llevada al extremo: no sólo no soporta la redención de su hermano, además la niega y hace de su persecución el leitmotiv de su vida. No en vano invoca a Dios en su soliloquio central: su dios es la justicia por sí misma… que, paradójicamente, torna en la mayor de las injusticias. Cuando la adecuación a la norma, la regla, la ley, es aquello que determina a un hombre, la redención no tiene cabida. Si a Jabert se le explicase la historia del Obispo y Valjean, preguntaría al acabar: “¿Rompió o no rompió el documento de identificación como exconvicto? ¿Robó o no robó aquel mendrugo de pan?” Es lo único que importa. Por eso, cuando toma conciencia de que incumplir la ley es la única forma de ser justo, todo su mundo se derrumba. Le desarma la misericordia, pero en lugar de llorar, desespera. Ha descubierto que su dios no se escribía con d mayúscula.
Y aquí viene mi único “pero” al musical y a su adaptación: la intensidad de la historia pierde fuelle tras la muerte del inspector. El triángulo amoroso Cosette-Guaperas-Morenaza no es suficiente para suceder al formado por Fantine-Jabert-Valjean. ¿Pelín ñoño, quizá? El caso es que perdemos un aspecto fundamental de Valjean: su condición de “miserable”. Su dolor no acaba con la muerte de Jabert, ya que en cierto sentido no ha hecho más que empezar: Valjean se «enamora» de Cosette, la única criatura a la que ha amado. Reconozco que es elemento de escándalo, pero llena de humanidad nuestra visión de Valjean. No es alguien admirable que de la noche a la mañana se convirtió en santo. Es un hombre que, en un momento determinado, es mirado como nunca antes lo había sido. Y que recuperó con Cosette esa mirada. Y se resiste a perderla. Porque, como el común de los mortales, desconfía de que algo tan inesperado como el encuentro con el Obispo o con Cosette se repita.
De ahí el heroísmo oculto en su viaje por las alcantarillas: no está siendo un suegro excepcional. Está renunciando voluntariamente a mantener a Cosette a su lado. En este gesto reconocemos la verdadera grandeza de este hombre, porque ahora sí ha aprendido a amar, hasta el punto de la renuncia. Y es desde esa experiencia desde la que puede recitar junto a Fantine y el Obispo la gran verdad de su vida: “amar a otro es contemplar la faz de Dios”.